Por una literatura mexicana del Capitaloceno

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Reseña

No es una coincidencia que en este momento de la historia en que los humanos cuestionamos nuestra relación con el medio ambiente, los animales, nuestro estilo de vida y nuestras aspiraciones como especie, el lenguaje nos falle. ¿Con qué palabras describir la mayor catástrofe ecológica en la historia de la humanidad? ¿Cómo resignificar los nombres de animales que hoy designan fantasmas porque han sido extinguidos? ¿Con qué medida se expresa el hundimiento de una ciudad? ¿Hay una metáfora precisa para la muerte de un río, de un bosque y la degradación de los suelos? La literatura contemporánea, por esta razón, tiene una gran responsabilidad y esta es la gran cuestión que discute el escritor indio Amitav Ghosh en su provocador libro sobre literatura y cambio climático, The Great Derangement: “¿Es posible que las artes y la literatura de esta época sean recordadas algún día no por su osadía, no por su defensa de la libertad, sino por su complicidad en el Gran Desequilibrio?” Lo que Ghosh reprocha es la indiferencia que la literatura ha mostrado por la mayor emergencia ambiental que ha vivido nuestra especie; no ha habido relatos que, por un lado, realmente cuestionen el orden capitalista que nos ha arrastrado hasta aquí y, por otro lado, materialicen la sensación de vivir en el horror. El juicio de Ghosh es un tanto precipitado, aunque justo. Hacen falta relatos porque vivimos un momento horroroso, pero tan decisivo que a fuerza de palabras necesita nombrarse y registrarse en una lengua y en una escritura capaces de reconstruir un mundo y un futuro habitables.

Apenas, en medio de esta debacle, se escuchan murmullos que intentan contar esta nueva condición liminar de lo humano y no es una coincidencia que en México las voces que se han atrevido a tejer un relato de nuestro periodo geológico, al que prefiero llamar Capitaloceno, sean voces más o menos jóvenes. En esta ocasión, me enfoco en solo tres libros: Una ballena es un país (Almadía) de Isabel Zapata, La compañía (Almadía) de Verónica Gerber y El incendio de la mina El Bordo (El Quinqué Cooperativa Editorial/Periférica) de Yuri Herrera; los tres publicados este año. Los dos últimos tienen en común el tema de la minería en México y el primero, aunque lejano, habla de animales; pudieran ser temas distintos, pero en realidad hay un vaso comunicante que los hermana. Registran distintas intensidades del Capitaloceno: mientras los dos primeros hablan de causas —la actividad industrial como principal manera de explotación natural y humana—, el libro de Zapata se enfoca en un síntoma, que es la conflictiva relación entre humanos y animales en un contexto de devastación ambiental.

Mundo inmenso de sueños y de dolores mudos

Así definió Jules Michelet a los animales: un mundo onírico inabarcable, poblado de dolores mudos. Si lo pensamos, esa es su condición: los humanos representamos 0.01% de toda la biodiversidad del planeta, pero somos culpables, de acuerdo a varios estudios, de la aniquilación —no hay otra palabra más adecuada— de 83% de los mamíferos que han existido. En términos de población mamífera contenida en el planeta, los humanos representamos 36% y sólo 4% son considerados salvajes, mientras que el 60% restante son mamíferos —principalmente vacas— para nuestro consumo; el reino de las aves es similar: 70% de las aves en el planeta son para comida humana —principalmente pollos— y sólo 30% son salvajes. Aún así, con todo y lo demoledor de las cifras, cohabitamos el planeta con moluscos, crustáceos, mamíferos, anfibios, insectos, aves, peces, toda una arborescencia biológica que se despliega y multiplica poblando la realidad de signos y de sonidos que, a pesar de su constante acecho a los sentidos, no podemos entender lo que no dice, lo que nos reclama. 

El libro de Isabel Zapata, Una ballena es un país, es un intento por explicar esos mensajes desde una sensibilidad que, a mi parecer, es distintiva de nuestra época. Me explico: en la literatura los animales han sido casi siempre metáforas —el tigre de Blake, el insecto de Kafka—, alegorías —la pantera de Dante, el cuervo de Poe— o símbolos de alguna creencia o pasión —los caballos sexuales de García Lorca—. Se les ocultaba bajo el manto de un antropocentrismo que los dotaba de un significado humanizante. Esta visión ha cambiado en la medida en que descubrimos, gracias a la ciencia y al humanismo ambiental, la complejidad de los animales: desde sus hábitos y vida social hasta sus mutaciones y milagros biológicos, e incluso sus emociones y formas de duelo. A algunos, como los elefantes, se les han adjudicado características de persona —personhood— debido a sus complejísimas capacidades cognitivas de duelo, de felicidad, de memoria y de cuidado. Por ejemplo, debido a su incesante caza milenaria, los elefantes prefieren migrar por la noche, esconderse tras las ramas de árboles, pueden distinguir una lengua de otra para identificar cuáles tribus los cazan y cuales no, e incluso se tienen evidencias de dinámicas de cuidado: una madre deja encargada a su cría con otro espécimen que la hace de guardaespaldas cuando aquella necesita hacer una diligencia en otro lugar, digamos cruzar la frontera entre Zambia y Bostwana.

Ante tal sorprendente belleza y dolorosa experiencia de sobrevivencia, ¿qué hay que poetizar sobre el elefante? Más que disertar, nos hace falta aprender de ellos y precisamente este es el tono del libro de Zapata. No hay una poetización de lo animal en su libro, sino una descripción que, en su simplicidad —a veces un poco exagerada por su literalidad y falta de riesgos lingüísticos—, maravilla: “Los tiburones ponen huevos en forma de tornillo: / espirales que se enroscan al suelo marino / para quedarse en su lugar”. No hay mucho que añadir a esta descripción; es simplemente bella en sí misma. Zapata, en este sentido, es una poeta —con una curiosidad y conocimiento sobre el reino animal selectivos— que decide escribir para callar. Cada verso es una apreciación científica, una declaración de asombro que se manifiesta con sencillez honesta. Desde los datos más raros o sutiles, de los animales más grandes, como la ballena que da título al libro, hasta los más minúsculos, como los tardígrados, y desde la más conducta más curiosa —los caracoles “duermen siestas de una semana”— hasta la experiencia más extraordinaria —la bella carta imaginaria a Laika que escribe Vladimir Yavdozki, el técnico ruso encargado de entrenarla y preparar la cápsula en la que fue disparada hacia el espacio exterior—, Una ballena es un país causa ternura en una historia y luego, en otra, clava una daga en la consciencia humana.

Lo que quiero decir con esto último es que los animales de Zapata están cargados de un significado que incumbe lo humano en la medida que lo desconcierta e incomoda, porque no retrata a los animales como meros individuos actuando en una esfera —la Naturaleza— distinta a la nuestra —la Civilización—. Lo que hace es poner el dedo en la llaga al narrar distintos episodios de la conflictiva y perversa relación que hemos tenido con ellos desde los primeros indicios de la modernidad y el capitalismo, cuando terminan convirtiéndose en objetos para explotar o, en su defecto, un obstáculo para la plusvalía. Por ejemplo, la historia del rinoceronte dibujado por Durero en 1513 y que murió ahogado en el Mar Mediterráneo cuando el rey de Portugal, quien lo había mandado traer desde la India, lo envío de regalo al Papa León X. O los retratos de endlings —último individuo de una especie a punto de extinguirse— como Benjamín, el último tigre de Tasmania que murió de frío, caso similar al de Solitario George, última tortuga macho nativa de las Islas Galápagos. Zapata se interesa por esos episodios de esta era en que la humanidad se mira en el espejo de lo animal y encuentra a veces un ser tierno y compasivo y, otras veces, monstruoso e insensible. Los poemas de Una ballena es un país son complicados por esa razón; nos devuelven una mirada acusatoria, difícil de encarar cuando nosotros somos el malo de la película. Pero, a pesar de ello, pareciera decirnos la autora, vale la pena contarnos esos relatos en que los animales, más que ser sólo víctimas, pueden llegar a ser nuestros verdaderos redentores en un planeta en el que la vida se extingue y nos quedamos, como especie, solos. El biólogo y especialista en el reino de las hormigas Edward O. Wilson ha llamado a este periodo histórico Eremocine, “la Era de la Soledad”, la era en que la presencia de los animales se desvanece ante nuestros propios ojos y los humanos, atónitos, nos quedamos como los reyes de un páramo. Sin la mirada de un animal que refleje nuestra humanidad.

La apropiación de los muertos

El incendio de la mina El Bordo, para nuestra sorpresa, no es una novela firmada por uno de los más arriesgados prosistas de la literatura mexicana. Es, por el contrario, la reconstrucción documental de uno de los muchos episodios infames de la industria minera que, desde tiempos de la Colonia hasta el reinado sangriento de las mineras canadienses en los últimos veinte años, ha definido la historia económica de México. No es extraordinario, por otro lado, que un novelista se aleje de la ficción para contar una historia; recientemente han surgido ejercicios de escritura documental interesantes que han demostrado que hay otras formas de atrapar la realidad más allá de lo novelesco. Pienso, por ahora, en Julian Herbert y su La casa del dolor ajeno, una crónica histórica de la matanza de 300 chinos en Torreón en 1911, ya en pleno estallido de la Revolución. Como Herbert, Herrera intenta reconstruir un relato abyecto: el incendio de una mina en 1920 en el estado de Pachuca y en el que perecieron al menos 87 mineros. 

Alejándose de los peculiares malabares lingüísticos a los que nos tiene acostumbrados, Herrera opta por una narración basada en documentos legales y periodísticos para luchar contra un relato oficial que, como es común en estos casos de injusticia, intenta ocultar la verdad. Lo que me fascinó del pequeño libro no es tanto el repertorio bibliográfico usado, porque Herrera es un tanto conservador en cuanto a la forma, mucho menos la ordenación de los hechos, sino la idea misma que atraviesa todo el relato y que, intuyo, el autor viene ensayando desde su anterior novela, La transmutación de los cuerpos. A saber, la administración y manipulación de los cuerpos muertos perpetrada por el Estado para apropiarse de la biografía de ciertas personas que Mike Davis llamó “excedente de humanidad”: vidas baratas, prescindibles, que no no son importantes para el capital y al mismo tiempo son demasiado caras para invertir en ellas —casa, educación, salud—, pero que en su violenta muerte representan una amenaza para el orden económico. 

El incendio de la mina El Bordo reconstruye no la vida, sino la muerte de esos mineros y cómo el Estado con ayuda de los medios de comunicación —El Universal y Excélsior— se apropia de su muerte para generar una historia oficial en la que incluso intenta culpar a las víctimas de su propia desgracia para proteger a los dueños de la mina. Mas no se trata de un relato falso para generar ruido o llenar un hueco, sino de imponer un silenciamiento. “El silencio no es la ausencia de historia”, dice Herrera, “es una historia oculta bajo una forma que es necesario descifrar”. Esto suena insoportablemente real y demasiado familiar en un país zanjado de fosas, de historias truncadas y de cuerpos ocultos bajo el sedimento de la impunidad. En un país cuyo Estado pasa de la biopolítica a necropolítica al pasar las páginas de los periódicos. Tampoco es una terrible casualidad que a los cuerpos de los mineros fallecidos en la mina, por protestas del Hospital local y de una orden del Juez, les fuera negado un sepelio normal, un desfile funerario honorable —“para evitar que la sociedad pachuqueña sufriera una ‘triste impresión’”— y una tumba digna. Fueron enterrados —desaparecidos— en una fosa dentro de un terreno comprado por la Compañía en el que construirían un monumento y una barda para resguardar la memoria de aquellos. “Ninguna de la dos cosas se cumplió.”

La voz de Herrera, lejos de tomar un papel protagónico, deja que los documentos hablen y sus conclusiones, más que interpretaciones, son intervenciones a esos mismos documentos, a la historia que intentan callar. La parte más conmovedora —de las ocho que componen el pequeño tomo— es la reclamación de los cuerpos por parte de los familiares, la mayoría mujeres que “en el expediente de la investigación… aparecen como seres incompletos, callados, sin voluntad ni fortaleza”. Para comprobar su parentesco y así ser compensadas por la pérdida, hicieron interrogatorios debido a la falta de documentación legal —actas de matrimonio, de nacimiento, identificaciones—. Se hace una reconstrucción de los lazos colectivos a través de los testimonios, de las palabras y la relación marital, parental e incluso vecinal, pero este relato es, otra vez, usurpado por la voz de un funcionario que “interpreta, recorta, oficializa”. Lo que Herrera narra es la lucha de una memoria colectiva contra una ficción oficial que se actualiza, una vez más, en los cientos de miles de casos de hoy día. El incendio de la mina el Bordo, como dije al principio y termino con ello, no se trata de una relato bajo la autoridad de un autor, sino un ejercicio de crítica sobre las formas y artilugios que el Estado ejerce sobre los relatos que son inconvenientes para la cohesión de un orden político y económico. Al optar por esta renuncia de narrador, Yuri Herrera no participa de esa ridícula necesidad de protagonismo de los escritores contemporáneos por “dar voz” artísticamente a víctimas de crímenes de Estado o de corporaciones para luego ir a “hablar por ellas” en ferias de libro extranjeras. Como preguntó la escritora india Arundhati Roy, “¿Cuál es la cantidad de sangre aceptable para crear buena literatura?” Herrera, en lugar de pesar esa sangre, destapa las fosas que el Estado liberal —amante del desarrollo económico a pesar de la vida de los ciudadanos— ha excavado para enterrar los secretos del extractivismo.

Minas que, como dicen aquí, son demasiado pobres para pagar y demasiado ricas para abandonar

Es una frase tomada de la novela Angle of Repose —ángulo de reposo, de hecho, es un concepto aplicado en la minería— del novelista y ambientalista norteamericano Wallace Stegner y que resume el reciente proyecto libresco de Verónica Gerber Bicecci, La compañía. Digo libresco porque se acerca a la forma del libro; es decir, rebasa la composición del concepto de libro porque, como ya es costumbre en cada uno de sus proyectos artísticos desde aquel mítico ensayo que más bien parece un manifiesto, Mudanza, Gerber es una artista que danza en los márgenes de los géneros, que se filtra entre los poros de la categoría y la clasificación. Llama la atención las afinidades con el libro de Herrera: La compañía es un pastiche de citas, recomposiciones, fotografías, entrevistas e intervenciones que ordenan el relato brumoso de una perversa mina que se instaló en San Felipe Nuevo Mercurio, en el estado de Zacatecas, ese mismo estado que su punto álgido proveyó, junto con Potosí, en Bolivia, 80% de la plata que circuló en el mundo durante la Colonia española y que, curiosamente, como dice el famoso poema de Francisco de Quevedo —“Nace en las Indias honrado / Donde el mundo le acompaña; / Viene a morir en España, / Y es en Génova enterrado”—, no se quedaba en España, sino que se iba a Génova —uno los banqueros de la Corona— y de ahí partía hacia China y la India. Zacatecas, ese imán de meteoritos que estallaron en su tierra y dejaron en sus entrañas ricos depósitos minerales que por siglos han sido el combustible del capitalismo primitivo y tardío.

Zacatecas, el estado en el que también brotaron las enigmáticas obras de Ámparo Dávila y del escultor Manuel Feguérez, y de las cuales Gerber se sirve en la primera parte del relato para introducirnos en la oscura y aterradora historia del pueblo Nuevo Mercurio. Al principio, la mezcla causa desconcierto, pero en la segunda parte se entiende que no se trata de una simple reescritura del más famoso cuento de Dávila, “El huésped”, ni de las geometrías de Felguérez; ambas cosas traman un hecho misterioso en La Compañía. Por un lado, la obra de Felguérez, plasmada sobre placas fotográficas de desolados paisajes zacatecanos, recuerda la maquinaria utilizada en la minería para trabajar la tierra, para alterar para siempre la composición geológica del lugar; abrir, escarbar, explotar, purgar, depurar el paisaje: las fotografías de Gerber muestran cómo los fantasmas pesados de la maquinaria y la tecnología quedan impregnados en la superficie terrestre una vez que la extracción ha terminado.

Por otro lado, el cuento de Dávila parece una materialización del horror y el suspenso abstraídos en el cuento, una materialización que tiene que ver más con lo humano que con lo tecnológico. De hecho, el cuento es una recreación de lo que tal vez aconteció en la casa de José Espinosa, un habitante de la región que un día de 1935, cuando se encontraba cuidando ganado, decidió seguir a unas abejas para llegar a su panal. Lo que encontró fue un cerro preñado de rocas rojas —cinabrio— que para 1940 se convirtió en una de las más grandes minas de mercurio de América y que subsecuentemente detonó el crecimiento desaforado del pueblo debido a la alta demanda de mercurio por parte de los Aliados durante la Segunda Guerra. Como el mercurio es mucho más destructivo en su extracción y en su procesamiento, se utilizaron ilegalmente sustancias altamente tóxicas que terminaron por envenenar a los pobladores; hubo dolores de cabeza, vómitos, deformaciones, rumores. A diferencia del libro de Herrera, La Compañía no escarba demasiado en cómo el Estado mexicano lidió con el escándalo, pero sí sitúa el particular caso de la mina de Nuevo Mercurio en una contexto más extenso: el del extractivismo global. 

Digo lo anterior porque la historia de ese pueblo —y de la mina El Bordo— es muy similar a la de tantos otros lugares que han sido maldecidos por la exuberancia mineral. Ejemplos de estos hay cientos en la historia de Latinoamérica, mas si tuviera que señalar el más parecido al del pueblo zacatecano, diría Manaus, Brasil, por su producción de caucho y porque sucede en el mismo contexto: los Aliados habían perdido ante los japoneses las colonias del Sureste de Asia que suplían el caucho —tan determinante en la maquinaria de guerra— y, por esto mismo, necesitaban asegurar suministros de recursos en países de este hemisferio —aunque no hay que olvidar que México, durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, suplió de petróleo a la Alemania nazi y la Italia fascista; Inglaterra tuvo que intervenir con un embargo—. La selva amazónica proveyó el caucho y otros pueblos, como el zacatecano, el mercurio. Es una historia circular: así sea plata, oro, carbón, café, azúcar, palma de aceite, petróleo, caucho, guano, nitrato o litio el resultado casi siempre ha sido el mismo debido al orden en el que se desarrolla el extractivismo: siempre hay un recurso o mineral, un auge, un agotamiento y por último una debacle ecológica y humana. El de Nuevo Mercurio duró apenas tres décadas: de 10 mil habitantes que llegó a albergar esa zona, la población se redujo a unos cientos que se quedaron a sufrir la tóxica polución.

Es sorpresivo y al mismo tiempo gratificante que precisamente dos libros de artistas contemporáneos tan disímiles como Gerber y Herrera coincidan en el tema de la minería y que ambos, además, se enfoquen en las consecuencias que esta actividad conlleva. Será que ya es incapaz de ignorarse su impacto: durante los últimos 30 años las concesiones a mineras extranjeras, principalmente de Canadá, han hecho del territorio mexicano su casa sin ninguna cortesía de por medio. Los dueños cuantifican positivamente su presencia, “proveen empleo e impuestos”, dicen, pero la versión de las comunidades locales es muy otra: por cada 15 mil pesos extraídos, sólo 15 centavos se quedan en ellas; la ganancia se va al extranjero y las pérdidas humanas y ambientales se quedan aquí. Las desgracias de la mina El Bordo y Nuevo Mercurio son sólo dos capítulos más del Capitaloceno, el periodo geológico definido por la extracción de recursos baratos —a veces gratuitos— naturales, humanos y no humanos. El periodo de nuestra crisis climática.

Sostengo el Capitaloceno y no Antropoceno porque no creo que desde “el largo siglo dieciséis”, desde la Revolución Industrial o desde 1945, tres probables inicios de acuerdo a historiadores ambientales —yo concuerdo con la primera—, hemos entrado “la era del hombre”. Lo que se ha vivido en los últimos 500 años es la expansión de la frontera de recursos naturales, humanos y no-humanos desde la isla Madeira, la primera plantación colonial de azúcar fuera de Europa, hasta los monocultivos actuales de la palma de aceite en el Sureste asiático. Llamarlo Antropoceno es impreciso y sumamente injusto porque no todas las personas a lo largo de este largo periodo son culpables de la emergencia climática que vivimos; algunos han sido víctimas y otros han acumulado riqueza a costa de la degradación de ríos, selvas y bosques. Decir Antropoceno es centrar la raíz del problema en uno de consumo y no de producción. Decir Antropoceno es aseverar que el problema es antropogénico —un hábito personal— y no capitologénico —de sistema político-económico—. Decir Antropoceno es inferir que los humanos, como tales, heredamos una tendencia destructiva hacia la naturaleza. Los datos, en cambio, arrojan otra realidad: si contáramos las emisiones de dióxido de carbono desde la Revolución Industrial hasta hoy día, sólo 1% de la población mundial es responsable, mientras que los actuales 800 millones más pobres, desde África, Asia hasta Latinoamérica, sólo han contribuido con 1% de las emisiones, pero están sufriendo las consecuencias más terribles del cambio climático —India es el ejemplo por antonomasia—. La literatura, como dice Ghosh, tiene una responsabilidad enorme porque puede reescribir aquella versión reduccionista y así señalar sistemas y responsables. Y, a final de cuentas, nuestro fracaso político para resolver la crisis climática, escribió George Monbiot, es un fracaso de la imaginación.


Publicado originalmente en revista Este País: https://estepais.com/ambiente/por-una-literatura-mexicana-del-capitoloceno/

India: pasado, presente y futuro de la crisis climática

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Ensayo
Ilustración: Diego Molina

“En esta región los bosques han muerto, la jungla ha muerto, todo está muerto”, escribió Pierre Loti, marinero francés y autor de bitácoras de viajes y novelas exóticas, durante su viaje a la India colonial. Su libro se titula, irónicamente, L’Indie (sans les Anglais): no hace una sola mención a los ingleses en él. Loti visitó la India entre diciembre de 1899 y marzo de 1900, cuando la península vivía una de las peores sequías en su historia a causa del fenómeno metereológico del Niño. Viajando en un tren que transportaba granos hacia la antigua Rajputana, en el noroeste, Loti dice “adentrarse en el país de la hambruna”, de las ruinas y la devastación. No había dónde descansar la mirada. A ambos lados el aventurero francés sólo veía tragedia. Al llegar a la primera villa, cuenta que apenas se apagó el chillido de las ruedas metálicas deslizándose en los rieles, se escuchó un canto insoportable:

Oh pobres criaturas abriéndose camino a empellones en las barandillas, tendiendo sus lánguidas manos, las cuales brotaban de los huesos que representaban sus brazos, hacia nosotros. A través de su piel morena, cual pliegos caídos, se transparentaban horrorosamente sus esqueletos, y sus estómagos, tan hundidos, parecían vacíos de intestinos, mientras que las moscas se paraban en sus párpados y en sus labios tratando de beber lo que les restaba de humedad. Ya no les quedaba aliento, apenas un poco de vida y, sin embargo, lograban mantenerse en pie y gritaban. Comer, quisieran comer, y creen que los desconocidos que pasan dentro de estos grandes carros son ricos, que tendrán piedad de ellos y les aventarán cualquier cosa.

“¡Maharajh, maharajh!” (¡señor, señor!) clamaban al unísono las pequeñas voces en una especie de canción temblorosa. Había algunos de apenas cincos años que también cantaban “¡Maharajh, maharajh!” y metían sus pequeñas y deprimentes manos a través de las barandillas.1

Esta imagen resulta insoportable por ser tan real, tan actual, por el simple hecho de que la causas de la hambruna descrita por el viajero francés no nos son menos ajenas. La India sufre una catástrofe climática que comenzó precisamente con su colonización y que se ha extendido hasta ahora, su etapa moderna en la que despierta casi con la misma fuerza económica que China. En junio pasado —que fue el mes más caliente del que se tenga registro—, 8 de los 15 lugares que experimentaron las temperaturas más extremas en el planeta estaban localizados en la India, precisamente en la región que visitó Loti. Estas condiciones han obligado a los más pobres a dormir a la intemperie, sobre las azoteas de sus casas, quedando expuestos a la polución citadina y de la imparable industria: en 2010, para activar el desarrollo de la iniciativa privada, el gobierno aprobó la apertura de una central eléctrica de carbón ¡cada dos días!; hoy la India es el segundo consumidor de carbón en el mundo. Chennai —por nombrar un lado opuesto, al sureste del subcontinente—, ciudad con casi 5 millones de habitantes, se ha quedado sin agua debido a que sus reservas, ahora puro lodo, se han secado en menos de un año; las causas son el desmandado crecimiento de la población, la actividad industrial, una sequía de 200 días y la deficiente infraestructura para administrar el líquido. Y en Madhya Pradesh, en el centro del país, se habla de “guerras de agua” porque la población más marginada se ha peleado a morir por un tanque de agua y el gobierno local, para proteger a los choferes de pipas —varios han sido enviados al hospital—, ha ordenado que la distribución del agua sea resguardada por la policía. Por último, no menos importantes, los animales: el conflicto entre hábitat y desarrollo, como en la colonia, ha enfrentado a humanos con elefantes y tigres con resultados fatales para ambos.

Con todos estos datos es innegable que, si tuviéramos que describir cómo será el Sur Global a finales de este siglo, cuando la inepcia de los gobiernos y la ruptura climática se hayan consumado, diríamos que la India es una fotografía del futuro. Sin embargo, entender el proceso histórico de cómo llegó la India a esta situación ayudaría evitar una tragedia global. Por un lado, está la violenta entrada al mercado global bajo el régimen británico que convirtió la península en un granero —los ferrocarriles, de hecho, fueron la gran inversión del imperio: de 20 líneas en 1853 pasó a más de 23 mil construidas para 1900, lo que desencadenó una deforestación masiva que se extendió por todo el norte del país—; por otro lado, su constante dependencia de la extracción de recursos y trabajo barato después de su independencia. O sea, en ambos casos el desastre tiene que ver más con la política que con la naturaleza, con el colonialismo que con la falta de lluvia y más con el libre mercado que con la mala administración de las reservas y la distribución de comida por parte de los gobiernos locales. En pocas palabras, tiene que ver más con la prioridad que se le da al crecimiento económico que a las consecuencias económicas que éste acarrea. Volvamos a Loti: ¿por qué, si viajaba en un tren cargado de granos, no les ofrecían a los habitantes algunos costales? De a cuerdo con Mike Davis en su libro Late Victorian Holocausts, aunque las sequías de finales de siglo XIX provocadas por El Niño fueron de una magnitud histórica no sólo por su crudeza sino por su alcance geográfico en todo lo que hoy se llama Sur Global, dice Davis, la muerte de millones por falta de comida o agua yace en las políticas económicas del imperio británico y no en la incapacidad de los indios para sortear el clima adverso.

Comencemos con el hombre encargado de implementar esas políticas, uno de los poetas favoritos de la reina Victoria. Como mujer de moral austera, la reina gustaba de la literatura de talento austero. Por ejemplo, la del poeta Robert Bulwer-Lytton, más famoso por sus plagios que por sus victorianos versos. No sólo robó de la obra de colegas como Algernon C. Swineburne y de George Sand, sino que incluso su propio padre lo acusó de plagio. Pero si la reina con él, quién contra él: al venir de una familia privilegiada de tradición política, fue nombrado Gobernador General y Virrey de la India. Para retribuir su nombramiento y declarar a Victoria la Emperatriz de la India, organizó en Delhi la ceremonia más suntuosa posible, con todas las galas y todo tipo de comida exquisita. A la ceremonia asistieron, según fuentes de Davis, casi 70 mil personas, mientras que en otras ciudades como Chennai morían de hambre al mismo tiempo 100 mil. Políticos contemporáneos criticaron férreamente las medidas austeras de Lytton para resolver la hambruna y la falta de acceso al agua. Lytton, sin embargo, no ponía mucha atención a sus detractores, a quienes llamó “histéricos humanitarios” porque él lo único que hacía era seguir las palabras de Adam Smith: “las hambrunas siempre han acontecido por una sola causa, y es la violencia del estado cuando intenta, por medios impropios, remediar las molestias de la escasez”. Lytton era un hombre de su tiempo: creyente del libre mercado, con un oído al malthusianismo y otro al darwinismo social, según su reporte de 1881: “80% de la mortandad causada por el hambre representa 20% de los más pobres de la población e incluso, si hubiéramos prevenido las muertes de este porcentaje, de cualquier manera esa gente sería incapaz de adoptar prudentes restricciones. Por tanto, si el gobierno hubiera desperdiciado sus ingresos en aliviar la hambruna, un mayor número de gente se habría caído en la miseria”.2

Se calcula que entre las dos sequías, la de 1876-1879 y la de 1896-1902, el número mínimo de muertes es 12.2 millones y el máximo, 29.3, y a pesar de la presión de medios internacionales, Inglaterra no cejó en sus razonamiento: la causa de la gran hambruna era la naturaleza, no las políticas agrícolas y económicas. El intelectual parsi Dadabhai Naoroji, detractor del colonialismo y primer indio en ocupar un silla en el Parlamento inglés, denunció esta hipocresía en Poverty and Un-British Rule in India (1902), en donde al referirse a la devastación de las sequías, escribió: “qué raro que los colonizadores británicos no sean capaces de ver que ellos mismos son la causa principal de la destrucción derivada de las sequías; que es el desangramiento de la riqueza de la India, perpetrada por ellos y que yace a sus pies, la causa de la miseria, hambruna y muerte de millones… ¿Por qué culpar a la Naturaleza cuando está la culpa tendida a tus pies?” 

Ante la amenaza de la crisis climática, habría que hacer la misma pregunta hoy día: ¿por qué culpar a la naturaleza cuando la culpa es de un sistema económico tendido a nuestros pies que prioriza el mercado y no la vida de las personas?


1 La traducción es mía. 

2 Ídem


Publicado originalmente en el blog «La Brújula» de la revista Nexos. Enlace: https://labrujula.nexos.com.mx/?p=2417

¿Antropoceno o Capitaloceno?

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Ensayo

Vivimos tiempos fragmentados y saturados: todo pasa en un solo espacio y en un solo momento. Pero esta sensación de hiperconectividad, generada por la aceleración de internet, es contradictoria, porque estamos aquí, ahora, prestando atención a lo que ocurre en otro lugar y otro tiempo. El cambio climático funciona así en cierta manera. Lo vivimos como un fenómeno fragmentado, diferido, como el presagio de tragedia siempre por venir y, a pesar de que no llega, que se atrasa en su consumación, nos rebasa. O, en palabras de Timothy Morton: “es el momento más significativo para todas las formas de vida en el planeta desde que los dinosaurios fueron extinguidos por el asteroide y no podemos verlo directamente, sólo lo percibimos en fragmentos espaciotemporales: nosotros somos el asteroide”. Sentimos que caemos, pero no sabemos hacia dónde. Esto a pesar de que, debido a los avances científicos y tecnológicos, los humanos tenemos, como nunca, una medida exacta de nuestro impacto en el medio ambiente; pero este conocimiento crea una culpa inconmensurable, es el nuevo pecado original. En lugar de inspirar reacciones, soluciones y solidaridades, esa conciencia ambiental sólo parece suscitar angustia y añoranza por un futuro mejor. El filósofo ambientalista Glenn Albrecht ha llamado a este sentimiento de impotencia y ansiedad generado por el cambio climático solastalgia.

Las noticias sobre la crisis climática que inundan las redes sociales corroboran ese sentimiento cuando muestran y exhiben las pruebas de que el impacto antropogénico en el medio ambiente ha sido apocalíptico y está más allá de nuestra comprensión, incluso de una reparación. El más reciente y que causó conmoción, fue el artículo firmado por cuatro geógrafos de las universidades de Londres y Leeds titulado “Earth System Impacts of the European Arrival and Great Dying in the Americas after 1492”, publicado en Quaternary Science Reviews. El artículo presenta varios problemas que intentaré explicar, pero primero es necesario conocer el argumento. A saber, arguye que el genocidio cometido por los españoles y el régimen ecológico que establecieron —incluyendo sus microorganismos patógenos— durante el proceso de conquista y colonización tuvo un impacto tan profundo en el clima global que empeoró las bajas temperaturas de la llamada Pequeña Edad de Hielo (PEH). Consideran que después de 1492 la muerte de unos 55 millones de nativos —90% de la población— condujo a la liberación de 56 millones de hectáreas en el continente que antes eran usadas principalmente para la agricultura. La consecuencia fue una reforestación de todas esas hectáreas. Este renacimiento vegetal absorbió tanto dióxido de carbono de la atmósfera entre 1520 y 1610 que el clima global, de por sí frío, alcanzó un punto máximo de enfriamiento, sobre todo en el hemisferio norte en 1628, “el año sin verano”. No sería sino hasta la llegada de la Revolución Industrial en el siglo xviii cuando el planeta habría entrado en un periodo de calentamiento debido al exceso de CO2 en la atmósfera. “Estos cambios [concluyen los autores] demuestran que las acciones humanas tuvieron un impacto global en el sistema de la Tierra.” Además, en otro artículo sólo firmado por dos de los geógrafos, Simon L. Lewis y Mark M. Maslin, debido a este proceso, consideran 1610 el año que inicia un nuevo periodo geológico: el Antropoceno. Periodo en el que el planeta ya no es la casa (oikos) o el contenedor de la vida, sino que ahora el planeta y todos sus sistemas climáticos y biológicos están contenidos en un medio ambiente totalmente antropogénico.

Las reacciones al artículo fueron de incredulidad y también de horror: lo que los humanos hacen en un lugar afecta a otros humanos situados a miles de kilómetros de distancia. A este espasmo añádase la alarmista divulgación que los medios hicieron al aseverar que el genocidio fue la causa directa de la PEH. Los autores no dijeron tal cosa, de ahí que yo haya puesto en cursivas empeoró. El enfriamiento global fue un fenómeno que se experimentó desde al menos dos siglos antes de la llegada de los europeos a América y las causas fueron varias, como señala el historiador ambientalista Dagomar Degroot en The Frigid Golden Age: Climate Change, the Little Ice Age, and the Dutch Republic. Por ejemplo, la poca actividad solar entre 1420 y 1570, periodo conocido como mínimo de Spörer, y las erupciones de volcanes como el Nevado del Ruiz, en Colombia, en 1595, y el Huaynaputina, en los Andes peruanos, en 1600. Las fechas de inicio de la PEH siguen discutiéndose, mas algo es seguro: para 1315, afirman Jason W. Moore y Raj Patel en su A History of the World in Seven Cheap Things, las cosechas en Europa fueron devastadas por una inesperada temporada de lluvias que se tradujo en la conocida gran hambruna que redujo la población un 20%. Este enfriamiento alteró los patrones de agricultura de Europa e impulsó las primeras empresas de exploración no tanto porque los europeos estuvieran muriendo de hambre, sino porque las aristocracias dueñas de la mayoría de territorio ya habían exprimido los suelos y a los campesinos de sus reservas biológicas.

Los cuatro geógrafos tampoco toman en cuenta que los europeos, urgidos por encontrar nuevas rutas y productos de comercio, apenas se establecieron en el continente americano, comenzaron a alterar el medio ambiente de manera brutal con actividades como la minería, que consumía cantidades extraordinarias de energía y árboles, la ganadería, las plantaciones de azúcar, hasta la introducción de especies no nativas que modificaron para siempre biomas enteros. Doy dos ejemplos. Potosí, Bolivia, y el norte de México —los mayores centros mineros de extracción de plata de la época— proveyeron 80% de la plata que circulaba en el mundo, desde China hasta Ámsterdam, lo que requería una cantidad de madera tan impresionante que la frontera forestal se abrió hasta las montañas de Paraguay para comienzos de 1700. Asimismo, para finales del siglo xvi, dice Elinor G.K. Melville en A Plague of Sheep: Environmental Consequences of the Conquest of Mexico, las enormes manadas de ovejas españolas ya habían colapsado el medio ambiente del Valle del Mezquital, una de las zonas agricultoras más importantes para los pueblos nativos. Estos dos ejemplos cuestionan la supuesta reforestación que siguió a la Conquista, pues los métodos usados por los españoles eran menos amigables con los suelos que las milpas de Mesoamérica.

Asimismo, se pone en entredicho la conclusión del artículo: los humanos antes de la Revolución Industrial fueron capaces de alterar el clima global. Una conclusión peligrosa porque, por un lado, es una generalización: no fueron todos los humanos sino los europeos específicamente en una misión colonizadora; por el otro, absuelve hasta cierto punto el papel del capitalismo incipiente en el cambio climático. Una cosa es modificar el medio ambiente y otra desestabilizarlo hasta un grado en el que la vida ya no es sostenible. Una cosa es la agricultura como la practicaban los pueblos nativos y otra el modo de acumulación primitiva que llegó con los españoles. En cambio, lo que sí es un hecho, es que todo este proceso climático, humano y colonial convergió en un país determinante: los Países Bajos. La PEH congeló y frustró en las costas neerlandesas los barcos españoles que iban a aplacar la revuelta contra Felipe II y la fuga de plata y otros recursos de América impulsaron el crecimiento neerlandés, convirtiéndose en 1648, con la firma del Tratado de Münster, en la primera economía capitalista.

Por esta razón, a partir de estas objeciones, habrá que preguntarse: ¿en realidad debe llamársele a nuestra época Antropoceno y no Capitoloceno? ¿Es una tendencia meramente humana destruir el medio ambiente o es un sistema económico que concibe la naturaleza como un recurso barato para la acumulación ilimitada de riqueza el culpable de la crisis climática? ¿Una costurera en Bangladesh que trabaja en una fábrica de ropa contamina lo mismo que la mujer europea que compra la ropa que aquélla cose? Si Coca-Cola produce tres millones de toneladas de botellas de plástico al año —casi 200 mil por minuto—, ¿de verdad hace la diferencia dejar de usar popotes? Plantear estas preguntas obliga a repensar el problema del complicado binomio humanidad-naturaleza porque, en primer lugar, nos aleja del derrotismo —la solastalgia— y las elucubraciones decadentes sobre la naturaleza humana; en segundo lugar, poner énfasis en los procesos económicos y políticos nos compromete a la crítica y a la acción para redefinir el problema. El Antropoceno en este sentido es un relato incompleto de la historia, mientras que el Capitaloceno, desde su poco elegante sonido, describe la condición del planeta a partir no sólo de lo humano, sino también de conceptos como colonialismo, industrialización, globalización, racismo y patriarcado. Tomando en cuenta todo esto, podemos reescribir no sólo nuestro pasado, sino también nuestro futuro como especie.


Texto publicado originalmente en Revista de la Universidad de México (mayo 2019). pp. 120-124.

Risas, narcos y utopía: entendiendo a la nueva izquierda mexicana

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Ensayo / Reseña

Este año he decidido dar un giro al ejercicio que he venido practicando desde el 2016. En lugar de enfocarme en tres obras literarias publicadas en el año corriente, me parece urgente abrir el abanico hacia otros discursos que ofrecen un mejor panorama de la realidad actual. Ahora, decidí escoger —aunque arbitraria y limitadamente— ensayos políticos que aportan ideas para la comprensión de la pujante y atribulada transformación —para bien y para mal, según se vea— que estamos a punto de inaugurar en México bajo un gobierno de izquierda. Por ello, tomé como síntoma de este momento tres libros con perspectiva de izquierda para arrojar un poco de luz sobre lo que la nueva generación de intelectuales piensa y propone en el campo de las humanidades, del periodismo y la teoría política. Y esto fue lo que encontré: nos hace falta una risa más humanista, un periodismo más teórico y una izquierda más utópica.

Risas

DU-oPE6UQAASi7BLa estudiosa británica Mary Beard comienza su libro Laughter in Ancient Rome contando esta anécdota que le aconteció a Dion Casio, el senador e historiador romano, durante el último año de vida del emperador Cómodo —sería asesinado—. Como es sabido, Cómodo acostumbraba a ofrecer cruentos espectáculos en el Coliseo en los que se enfrentaban gladiadores contra bestias importadas de África, pero ese año decidió hacer algo diferente: él sería el protagonista de la temporada. El primer día, Cómodo mató a cien osos, mas no los enfrentaba a mano limpia, sino que los pobres animales eran sostenidos y restringidos con cadenas para que no lastimaran al Emperador y éste, ahíto de entusiasmo ante un Coliseo atiborrado, lograra sus mejores movimientos con la espada o la lanza. Un día, cuenta Dion, las víctimas fueron unos avestruces. Haciendo piruetas y exabruptos de gallardía, Cómodo decapitó a una de las aves con su espada y, dirigiéndose a la bancada del Senado, en el que se encontraba Dion, los amenazó con la espada sangrienta en una mano y el cuello del ave, flácido, sostenido en la otra, como diciendo “esto les puede pasar a ustedes”. Pero, en lugar de amedrentar a los senadores, dice Dio que causó risa: una risa burlona entre dientes, contenida, prohibida, disimulada. Lo que hace Beard en su libro, a partir de este episodio, es investigar por qué Dion y los senadores se rieron: ¿qué les causaba risa a los romanos?, ¿qué papel jugaba la risa en las relaciones de poder?, ¿era la risa algo que debía ser controlado, prohibido o permitido abiertamente?, ¿podemos entender la risa de los romanos, es decir nos podríamos reír de los mismo que ellos?, y, más aún, ¿cuando tenían miedo, reían, como le pasó a Dion y sus colegas?

Preguntas como estas surgen cuando pienso en los millones de memes que circulan en internet y que nos alivian la vida diaria. ¿Se preguntarán los humanos del futuro por la razón de nuestra risa?, ¿serán capaces de entender el meme del “viejo lesbiano”? y, más importante aún, ¿por qué, si vivimos una de las épocas más convalecientes de la humanidad —cambio climático, extinción de las especies, resurgimiento de fascismos—, reímos? El segundo libro sobre el tema de Guillermo Espinosa Estrada, Entre un caos de ruinas apenas visibles, pareciera ofrecernos una tímida respuesta. Digo tímida porque, si acaso debiera señalar una falla en este ensayo, es la falta de interés por aquellas preguntas. El autor no se atreve a realmente plantear cuál es el papel de la risa y la comedia en un contexto en el que tal vez nunca los humanos nos habíamos reído tanto, y a una velocidad acelerada, como hoy, y no sólo eso: ante una revolución ética, nuestra generación también cuestiona los motivos de la risa. Lo que Espinosa Estrada propone en este su segundo ensayo —La sonrisa de la desilusiónfue su primera tentativa— es otra cosa que, si bien no es ajena a mis interrogativas, las aborda de otra cierta manera.

Primero, narra fragmentos biográficos de los miembros de la escuela filológica alemana —entre ellos Erich Auerbach, Werner Jaeger y E. R. Curtius— y de algunos miembros de la Escuela de Frankfurt —sí, Walter Benjamin, otra vez—, una generación de estudiosos de los clásicos y la literatura que, en el contexto del fascismo nazi, escribió libros trascendentales para la crítica literaria. De entrada, se agradece que se recurra a los alemanes y no los tan sobados por la academia, como Bergson y Bajtin. A través de los miedos, obsesiones y exilios de aquellos académicos, Espinosa pareciera cuestionarse por el valor de la comedia en una época oscura. La manera en que reaccionaron ante el peligro fue recuperando el humanismo para poder sanar y unificar a una Europa que se desbordaba hacia la guerra; es decir, yendo hacia atrás, a la raíz de lo que ellos creían eran la fundación de la civilización occidental: la cultura greco-romana y la tradición literaria europea. ¿Es esto lo que propone el autor con su libro, sanear nuestra desesperanza política, económica o ecológica recuperando el pensamiento humanista?

Si sí, como me inclino a creer, el problema no es el qué, sino —como en toda propuesta política— el cómo. En este punto no es que el autor fracase en su propósito, sino que, en realidad, detrás de las biografías de los filólogos, se vislumbra la verdadera razón del ensayo, a saber, cuál es el papel de las humanidades en un mundo que se va a la mierda. Así, lo que Espinosa propone es más una arqueología de la risa que un cuestionamiento sobre ella. Pero, tampoco se trata de una arqueología histórica, y aquí yace una idea rescatable, sino permanente: las humanidades siempre nos dan respuestas, no importa qué tan trágica sea nuestra condición. Esto se resume en la cita de Jaeger, tomada de su conferencia “Filología e historia”: “Ahí afirmó”, dice Espinosa, “que las diferencias entre el historiador y el filólogo eran insalvables: ‘el primero quiere probar y explicar los hechos’, pero el segundo ‘quiere encontrar verdades eternas’”. El objetivo de la filología es “subsanar la crisis axiológica actual” y de esta manera, con esta incesante revalorización de lo humano, es que se politiza, o sea participa en los debates públicos más urgentes. Entre un caos de ruinas apenas visiblesfunciona, a partir de esto, como una indagación política sobre nuestro presente.

Espinosa conecta el contexto de los pensadores alemanes y la nuestra a través de la violencia y, en el caso de México, del feminicidio. El libro nos cuenta una historia íntima: el encuentro de una pasión intelectual que las vicisitudes de la vida y la violencia, sobre todo, interrumpieron. El narrador, enfrascado en una búsqueda bibliográfica para entender la risa en la cultura griega, rememora su amistad con una mujer enigmática llamada Camila. Se conocieron desde muy jóvenes y Camila es recordada en el relato como una persona aventurera y desafiante de las normas sociales; además, le regaló el cuaderno en el cual se supone el narrador debía escribir su primer libro. Esta historia se entrelaza con la investigación filológica —precisa, exhaustiva y amena, por lo demás— de Espinosa acerca de una estatua del dios Gelos que, según sus fuentes, el político Licurgo mandó a edificar en Esparta. Esta coincidencia, asimismo, sirve para amarrar el argumento: las duras prácticas castrenses de los espartanos, famosas y criticadas por los atenienses no concuerdan con la felicidad de Gelos. La risa, una vez más, ilumina un contexto de oscuridad. Es un paréntesis que nos distancia de la realidad no para distraernos, sino para apreciarla y criticarla. Pudiera ser que esta idea parezca insuficiente para un momento tan decadente como el nuestro, pero Entre un caos de ruinas apenas visibleses al menos bienvenido dentro de una ensayística tan enfocada en el individualismo, la confesión y la autobiografía complaciente. Su punto es volver a los clásicos y al humanismo, mas no como fuentes espirituales de confort en un mundo ajetreado y dividido en ideologías que nos arrastran al caos, sino como una motivación política para el consenso.

Narcos

978841708151El libro de Zavala me parece el más interesante por su agudeza crítica de un fenómeno que se da por entendido a través de una mitología oficialista, por un lado, y literaria y periodística, por otro. En lugar de reproducir los mismos discursos que emanan del poder estatal y que se reproducen en los narco-industria cultural, Zavala ofrece una mirada distinta del tema. No lo seducen las proezas heroicas de sicarios, no se ciega ante el brillo de sus trocas, su parafernalia chillante, ni mucho menos su música. Lo que Zavala pretende en Los carteles no existenes desmitificar toda esta inflada ficción que ha servido al Estado para reivindicarse como autoridad de una sociedad cada vez más desamparada de derechos humanos. Y es que Zavala, periodista y académico, se deslinda de las narrativas que dan cuenta de los carteles mexicanos: de la pretendida objetividad de periodistas como Diego Osorno y Anabel Hernández —este juicio me parece un tanto injusto para estos dos periodistas— para escribir sobre los inabarcables tentáculos de los carteles que corroen todo lo que tocan, llegando incluso a superar las capacidades del Estado para controlarlos, y del análisis de la representación en obras literarias como única manera de entender un fenómeno social y político dentro de la academia mexicana y anglosajona.

El método de Zavala para analizar el narcotráfico es más cercano a la teoría, por ejemplo, David Harvey y Wendy Brown, la crítica literaria de Ricardo Piglia y su idea del complot como una lucha entre Estado y literatura por imponer una ficción, y al trabajo de periodistas que, más que reportear, interpretan políticamente lo que escriben, entre ellos Luis Astorga, Dawn Paley, Mike Davis, George Monbiot y Federico Mastrogiovanni. Así, lo que el autor pone sobre la mesa no es un rompecabezas que poco va armando; lo que arma es la mesa. La materialidad que hace posible la representación, no el revés. Los cárteles, en este relato, no son grandes consorcios internacionales de la droga que han sobrepasado la autoridad del Estado en cuanto a la seguridad, la economía y la corrupción, mucho menos una fuerza paralela que pone en jaque la soberanía del Estado, sino que son un espantapájaros creado por una conspiración más compleja: el surgimiento del Estado securitario y las políticas neoliberales de despojo y de privatización de la tierra y los recursos naturales. ¿Será una coincidencia que la implementación de la reforma energética, la propagación del fracking, el auge de la minería, la privatización de mantos acuíferos y la construcción de resorts en México ocurran al mismo tiempo que la guerra contra las drogas?

Para Zavala, la guerra contra las drogas se inscribe en un proyecto geopolítico mayor datado al menos desde la famosa Operación Condor que en la década de 1970 Estados Unidos desplegó para detener la expansión del comunismo en Suramérica y que, en el caso mexicano, se materializó en la supuesta amenaza del narco en el Triángulo Dorado, localizado en la zona montañosa de los estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango. De la misma manera que la guerra contra el terrorismo en Medio Oriente sirve al complejo económico-militar de Estados Unidos para justificar sus intervenciones constantes y así garantizar el flujo de petróleo, los carteles, según Zavala, justifican la guerra contra las drogas como un intervencionismo para garantizar el flujo de recursos naturales y de mano de obra barata. Lo que los carteles permiten es, lejos de debilitar al Estado, reforzarlo debido a que representan un enemigo constante que amenaza la seguridad nacional y así tomar medidas que, en un contexto de derecho, resultarían ilegales. El narco, en una palabra, permite un constante y necesario estado de excepción en ciudades como Ciudad Juárez o Tijuana y en comunidades rurales que son arrasadas por los supuestos carteles. El argumento que ofrece Zavala es convincente: la devastadora violencia experimentada desde el sexenio de Felipe Calderón hasta estas últimas semanas del de Peña Nieto fue la causa, no el resultado de la guerra contra las drogas; antes de esta guerra, los crímenes en Ciudad Juárez, lugar de origen del autor y que ocupa un par de capítulos debido a su importancia en la narrativa oficial y mediática como un espacio sin ley, violento y asesino, no representaban un problema como para desplegar todo el aparato militar del Estado por parte de Calderón.

Los medios de comunicación y la literatura han fracasado en ver este lado más profundo, según Zavala, y se han abocado, en el caso del periodismo, a repetir la versión oficial de la historia en lugar de replicarla, y en el caso de la literatura, a mitificarla. Por un lado, reporteros como Osorno, Hernández, Sergio González Rodríguez y Alejandro Almazán han documentado la guerra entre los carteles como un acontecimiento paralelo de una política dirigida por el Estado que se cruza con las cúpulas del poder sólo cuando los capos han ganado demasiado poder económico como para corromper generales del ejército, de la marina o jefes de policía. La literatura, por su lado, no ha hecho un mejor trabajo: autores como Elmer Mendoza, Yuri Herrera, Juan Pablo Villalobos, Orfa Alarcón, Heriberto Yépez e incluso artistas como Teresa Margolles lucran artísticamente con el tema al crear narrativas espectaculares, mitificantes y “despolitizadas” del narco. Optan por describir la vida de los narcos como sujetos literarios antes que políticos: sus lujos, sus proezas, sus armas chapadas en oro, sus amores, sus corridos, sus escapes épicos de prisiones, etc. No se han atrevido a realmente indagar en el contexto político de esta condición de la misma manera que los cinco autores más ponderados en Los cárteles no existen: Daniel Sada, Roberto Bolaño, Víctor Hugo Rascón Banda, César López Cuadras y ¿Juan Villoro?

Ellos han sabido representar a los narcos como lo que son, es decir sujetos producidos por un discurso securitario y no como capos míticos que ejercen un poder salvaje sobre su reino. Aquí es, a mi parecer, donde se presenta un problema, pues la diferencia entre este grupo de escritores y el primero estriba en una simple representación: los personajes de Sada y Bolaño, por ejemplo, o están coludidos con las autoridades que aparecen en las novelas o son simplemente víctimas de una condición que los supera. No sé hasta qué punto este argumento es sólido. Si por un lado Zavala es lúcido y agudo en su interpretación del narco, por otro lado, lee la literatura como un simple dispositivo que no corresponde con lo radical de su propuesta. Se limita a la mera representación y no, una vez más, a la materialidad que la hace posible. Además, yo no veo mucha diferencia entre los dos grupos de autores porque ambos caen en un error más grave, que es la estetización de la violencia: intentan redimir a verdugos y víctimas con la pluma mientras que las editoriales multinacionales en las que publican hacen su agosto —como cuando todo mundo elogió Black Panther por la dignidad con que representó a la comunidad negra, pero olvidaba los sueldos de hambre que Disney paga a sus empleados, la mayoría morenos y afroamericanos—; estos escritores son portavoces de temas progresistas con obras conservadoras —en cuanto a su forma—, embajadores de la desgracia en festivales de literatura y en salones de universidades europeas o estadounidenses. No es casualidad que varios de los autores que contrapone Zavala publiquen en las mismas editoriales; tampoco me parece un accidente que este libro haya sido editado por un consorcio empañado de acusaciones de fraude y de falta de pago a sus trabajadores. No estoy diciendo que Zavala y los autores que publican en ese sello sean cómplices; de hecho, espero hayan sido remunerados como debieran por su trabajo. Pero esta coincidencia que pareciera extraliteraria, o fuera del margen en el que la obra representa, en realidad es el cimiento que hace posible la obra misma. En este caso, hizo posible Los carteles no existen, libro que se antoja indispensable para la comprensión política del narco desde una perspectiva arriesgada y original.

Utopía

978841666595Hace casi dos décadas Fredic Jameson escribió esta frase derrotista: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”. Por esto, imaginar el futuro es un ejercicio revolucionario; negarlo es una prueba de ello. Al menos es lo que propone Humberto Beck en Otra modernidad es posible: imagina un futuro político en un momento en el que las izquierdas, tanto en Europa y Latinoamérica, parecen haber fracasado. No han sabido plantear una alternativa viable al proyecto neoliberal y sólo lo han contenido con un humanismo académico y con proyectos de justicia social que tarde o temprano se desvanecen, son insuficientes, o se corrompen —Brasil es la gran lección—. Su libro en este sentido es algo más que un ensayo; es un manual de uso para la imaginación política. Podría decir que Beck diseña una arquitectura del futuro a través del pensamiento de Ivan Illich, uno de los filósofos más iconoclastas de la segunda mitad de siglo xx.

Aunque no se propone realmente armar un programa político estricto, lo que Beck hace, siguiendo la teoría crítica como se concibe hoy en la academia angloparlante, es generar un programa crítico de la modernidad tal y como la concibió Illich. Nacido en la Viena ilustrada de los años veinte, educado en Europa y Estados Unidos para luego ejercer el oficio de maestro en Puerto Rico y México —en el famoso Centro Intercultural de Formación—, Illich tuvo una vida igual de interesante que su pensamiento opacado, en cierta medida, por el estrellato de la teoría francesa —por ejemplo Michel Foucault, Jacques Derrida, Giles Deleuze— y de la Escuela de Frankfurt, pero que, al igual que el reciente rescate de Karl Polanyi, ofrece otras alternativas políticas menos postmodernizadas en libros como La sociedad desencolerizada, La convivencialidad y Némesis médica. Así, lo que leemos a lo largo de Otra modernidad es posible es cómo Illich confrontó los demonios de su época a través de varios conceptos y estrategias que le permitieron fundar a la misma vez un sistema crítico y pragmático que pavimenta una salida del laberinto de la modernidad.

Para empezar, Illich mina precisamente los conceptos de la modernidad y los sustituye con otros que se alejan del discurso liberal del progreso, ese que dice que el problema de la modernidad radica en que nunca se ha logrado implementar apropiadamente, que la industrialización, la escolarización de un ejército de profesionistas y la liberación de la economía han sido proyectos inacabados debido a los constantes obstáculos estatales o sociales, y que por tal razón la desigualdad y demás problemas que enfrentamos se deben a estos últimos y no a la modernidad misma; es decir, para Illich la modernidad es un proyecto diferido, sublimado, devenido en mera promesa siempre por cumplirse. Un placebo ideológico. Los valores liberales como la productividad, la industrialización, la educación, la medicina e incluso la transportación no hacen sino conducirnos al mismo fracaso al que siempre arribamos cuando tratamos de modernizarnos, ya sea con reformas económicas, energéticas o educativas. Pero esto tampoco significa que Illich, al criticar la modernidad liberal, se apegue totalmente al marxismo o socialismo como  mejores opciones a seguir, como explicaré más abajo.

Solucionar las fallas de la modernidad con más modernidad produce, para Illich, mayor subdesarrollo, mayor desigualdad, más enfermedad y mayor dependencia de las herramientas que se supone liberarían al individuo de su condición. Illich concibe estas fallas no como meros detalles o fracturas menores de la modernidad que se necesitan parchar, sino como una constante que la hacen posible, es decir son inmanentes de su naturaleza. En otras palabras, la modernidad es un monopolio de la contraproductividad en el que la medicina enferma, la educación idiotiza, la transportación motorizada atrofia el cuerpo y economía polariza la sociedad entre privilegiados y marginados. La propuesta de Illich para romper el círculo vicioso es compleja porque establece, como dije al inicio, todo un edificio conceptual. Uno de estos conceptos, y el más relevante para exponer brevemente, es el de convivencialidad, porque engloba hasta cierto grado lo que Illich llama “una modernidad alternativa”. “Llamo sociedad convivencial a aquella en que la herramienta está al servicio de la persona integrada a la colectividad y no al servicio de un cuerpo de especialistas. Convivencial es la sociedad en la que el hombre controla la herramienta”. Bajo la convivencialidad, el individuo se libera de su sometimiento tanto de las herramientas tecnológicas como de las opresiones sociales, sean estas institucionales o económicas, y alcanza una autonomía creativa y política. Esta convivencialidad no elimina al sujeto, sino que, a través de la interacción comunitaria, lo empodera para realizar el potencial de su existencia.

Otra modernidad es posible, aunque menciona ejemplos de cómo se puede alcanzar el estado convivencial o cómo podemos librarnos de las herramientas de la modernidad, carece de aplicaciones concretas —acciones o políticas públicas— de la utopía de Ivan Illich —un capítulo sobre ello no hubiera estado de más; la bicicleta habría sido una idea interesante, pero el autor no la desarrolló lo suficiente—. Esto, sin embargo, no es un defecto, porque es una regla del género. La utopía, por fortuna o desgracia, no es una consumación definitiva, sino una posibilidad de la crítica. Si tuviera que nombrar algunos ejemplos que son fieles a su libro, tendría que dirigirme a las actividades de Beck en años recientes. Formado en el grupo de Letras Libres, ha colaborado —junto con Rafael Lemus, también salido de esa revista— en proyectos editoriales más interesantes que aquella revista, como el portal Horizontal y sobre todo la antología publicada este año, El futuro es hoy. Ideas radicales para México, en la que compilan ensayos con propuestas políticas que abarcan desde la democracia restaurativa, la legalización de las drogas y la residencia ambiental, entre otros. Estos proyectos, fieles al espíritu illechiano de imaginar un futuro mejor, podrían funcionar, me atrevo a decir, como un apéndice de la propuesta teórica de Beck.

Concluyo volviendo a otra cita de Jameson, esta vez del libro El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Ahí asevera algo desafiante: el marxismo y neoliberalismo tienen mucho en común porque ambos desdeñan la filosofía política y son, en esencia, teorías económicas que tienen que ver más con los medios de producción o el mercado y menos con la generación de discurso político. No es extraño, bajo esta lógica reduccionista de Jameson, que tanto neoliberales como marxistas se acusen de lo mismo: nunca realmente se ha implementado ninguno de los dos, ni el comunismo ni el libre flujo del mercado, y por tanto nunca, en teoría, han fracasado. Ivan Illich parece sugerirnos una tercera vía que Jameson, a principios de los años 90, durante el ascenso del libre mercado, la democracia liberal como única alternativa y el “fin de la historia”, no logró avizorar. Pero tres décadas más tarde, como dice Beck en la introducción, la oportunidad de pensar en nuevas alternativas y de reescribir el futuro se presenta como urgente. Otra modernidad es posible pudiera ser un prólogo de este nuevo relato.

(Aquí pueden leer la primera tanda de libros de 2016, «El estado de los premios», reseña de tres libros ganadores de premios nacionales de literatura.

Y acá la segunda tanda del 2017, «La diversidad del ensayo: una variación de lo mismo», reseña de tres libros no ganadores de premios.)


Texto publicado originalmente en este blog.

Su nombre era Muerte de Rafael Bernal: de la historia a los mosquitos y de la ciencia ficción a la clima-ficción

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Ensayo

Rafael Bernal, nacido en 1915 en la Ciudad de México y muerto en 1972, en Berna, Suiza, es un caso muy peculiar de la literatura mexicana porque, a medida que se descubre como un gran autor, varias preguntas surgen, entre ellas la más común: ¿cómo pudimos haber ignorado a Rafael Bernal por tanto tiempo? T. W. Adorno, refriéndose a la música de Arnold Schönberg, dijo que cuando una gran obra es ilegible no se debe a que ésta haya fracasado, sino que es la historia la que ha fracasado para la obra, porque la niega, la ignora o no la comprende. En este sentido, Bernal posa preguntas que la historia no estaba preparada para responder. Por ejemplo, su novela más popular, El complot mongol, de 1969, refleja un México que Juan Rulfo, Carlos Fuentes o cualquier otro autor de la época fueron incapaces de percibir. Más que ser precursor o inventor de la novela negra mexicana, Bernal lo que fundó es una nueva forma de entender —y narrar— la realidad nacional: el complot, las conspiraciones dentro de la historia oficial, las ejecuciones extrajudiciales perpetradas bajo la sombra de políticos corruptos, la Ciudad de México como un lugar sórdido, húmedo y anónimo, la justicia como una entelequia, la psicología del asesino a sueldo, antecedente inmediato del sicario contemporáneo, como un hombre banal tal como lo definió Hannah Arendt: un hombre mutilado de juicio ético, casi modelo del ciudadano medio de hoy, que ha normalizado la maldad con total impudicia porque así se lo demanda el régimen político para el que trabaja. El caso alemán que estudió Arendt fue el teniente nazi Otto Adolf Eichman, encargado de llevar a cabo la “solución final”, y el caso de Bernal, su personaje Filiberto García, antiguo general villista de la Revolución Mexicana que hace el trabajo sucio de políticos de alto nivel.

Asimismo, existe otra obra de Bernal que plantea problemas que van desde su género hasta su interpretación. Me refiero a Su nombre era Muerte, de 1947, su segunda novela de más repercusión y en la cual quiero concentrarme. Comencemos con el género de la obra, ya que a diferencia de El complot mongol escapa de su categorización, y su contexto. Rafael Bernal, siendo muy joven, se mudó a Chiapas, estado selvático del sureste mexicano, para probar suerte en la industria platanera. La crudeza de la selva, la explotación de los indígenas locales y el fracaso de su empresa debieron haberlo marcado profundamente. Su experiencia le inspiró, además de Su nombre era Muerte, los cuentos de Trópico de 1946 y otra menos famosa novela, Caribal. El infierno verde, publicada por entregas en los años 1954-1955 y como libro hasta el año 2000; ambas obras recuerdan tonos de la novela de la selva. Asimismo, hay otro aspecto biográfico de Su nombre era Muerte que lo convierte en un libro preocupante ahora que partidos con tintes fascistas ganan elecciones en el mundo: Bernal hace una fuerte crítica del sinarquismo, movimiento del que desgraciadamente fue militante. El sinarquismo fue una organización política surgida en México en la década de 1930 que abanderaba el nacionalismo, el fascismo, el catolicismo y al anticomunismo como sus principales ejes ideológicos. La novela, en este sentido, pudiera compararse con Rebelión en la granja de George Orwell por la forma en que éste criticó duramente el estalinismo usando a animales como personajes, además que fueron publicadas con apenas dos años de diferencia, pero tal vez escritas al mismo tiempo.

El escritor mexicano Alberto Chimal, en el prólogo de la edición más reciente bajo el sello de JUS, cataloga Su nombre era Muerte como novela precursora de la ciencia ficción mexicana. Esto, a pesar de que, como el mismo Chimal acepta, no cumple con ninguna característica del género de la época: no sucede en un futuro lejano, la historia no pasa en otro planeta, tampoco hay una dominación por una tecnología avanzada, no hay robots, no hay marcianos, no hay realidades alternativas y tampoco es apocalíptica. Es ciencia ficción, dice Chimal, porque es “una especulación muy interesante sobre la posibilidad de una inteligencia no humana” (13). Sin embargo, la conciencia de los animales no es una cuestión de ficción o fantasía, es un hecho comprobado científicamente y por tanto esta definición creo que no hace justicia a la novela. Por el contrario: es la historia de un hombre que se considera a sí mismo “superior, enemigo, ofendido, lleno del deseo de venganza y con el poder bastante para realizarla” (23). Si acaso, el argumento es más fantasioso que científico, porque para lograr su objetivo necesita aprender el lenguaje del animal más peligroso del planeta: el mosquito. Para comunicarse con ellos, el protagonista estudia los zumbidos de los mosquitos (“zoofonología”) y luego diseña una flauta de madera con la que poco a poco logra articular los sonidos y zumbidos del lenguaje díptero.

El protagonista de Su nombre era Muerte es un desahuciado que en su vida antes de la selva era un “borrachín” perdedor, sufre constantes crisis internas y tiene una personalidad inestable. No tiene nombre más allá del título: los lacandones del río Usumacinta, donde se instala para huir del mundo, lo llaman Tecolote sabio, Balam bueno o Kukulcán, nombres divinos una vez que descubren que es capaz de comunicarse con los dípteros. Lejos de presentar a un héroe que lucha contra las tecnologías del poder político, vemos a un hombre ordinario que, de pronto, para llevar a cabo su venganza contra la humanidad, se ve atrapado en una conspiración milenaria orquestada por los mosquitos. Estos están organizados en una jerarquía vertical, burocrática y castrense de Consejos que a su vez dependen de un Consejo Superior; funcionan como un tipo de partido político con visiones fascistas no sólo destinadas para los humanos, sino para los de su misma especie. Al principio, el protagonista se cree capaz de manipular a los mosquitos para llevar a cabo sus planes, pero poco a poco se da cuenta que es incapaz de luchar contra la organización de aquellos. Un día, los delirios megalómanos del protagonista se ven amenazados por un grupo de exploradores alemanes que llega para estudiar a la tribu lacandona, entre ellos una mujer de la cual se enamora e intenta proteger tanto de su rival de amores como de los mosquitos, quienes lo han traicionado y ahora amenazan con matar a su amada.

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A partir de este resumen, podemos darnos cuenta que Su nombre era Muerte realmente no podría catalogarse como ciencia ficción. La razón es la misma que esgrimí más arriba y porque posa cuestiones que eran casi difíciles de imaginar en la época que se publicó, pero que ahora dominan toda discusión intelectual o científica relevante, entre ellos: la extinción masiva de las especies, el cambio climático, las epidemias transmitidas por los dípteros (Zika), la sobre explotación de los recursos naturales y, por supuesto, la desigualdad con la que golpean todos estos problemas a las poblaciones, tanto humanas como animales, más vulnerables del planeta. Su nombre era Muerte, con lo enigmático y trágico de su título, es un grito primitivo cuyo eco resuena en casi todos los aspectos de nuestra vida moderna. Por tanto, al recurrir Bernal a estos elementos naturales y ambientales, cabría mejor catalogar la novela como una climate-fiction (cli-fi). Aunque este concepto, atribuido al periodista Dan Bloom, es relativamente nuevo y no existen estudios mayores sobre él aún, la escritora canadiense Margaret Atwood la incluye en la ficción especulativa, es decir una ficción preocupada por “cosas que realmente pudieran acontecer, pero que no acontecieron cuando el autor escribió el libro” (Bergthaller 3). Un ejemplo sería La sequía (1964) de J. G. Ballard y otro, que no necesariamente narra un acontecimiento del futuro sino que fue vivido por el autor, es Diario del año de la peste (1722) de Daniel Defoe. Así, la clima-ficción cuenta historias que tienen que ver con los probables escenarios distópicos —escasez de agua, de comida, epidemias, extinción de especies, virus fatídicos, etc.— que el cambio climático y sus respectivas consecuencias inspira a los escritores. Sin embargo, lejos de concebir la cli-fi como un futuro lejano y poco probable, cada vez nos damos cuenta que su actualidad en el mundo de hoy es casi innegable, de ahí que Atwood la considere dentro de la ficción especulativa. En el caso de Su nombre era Muerte, el cambio climático ayudaría a los mosquitos a conquistar nuevos territorios en el planeta en la medida que las temperaturas cálidas aumentan sus vectores de reproducción e infección (McNeill 47).

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Asimismo, el hecho de que Bernal haya escogido al mosquito como antagonista de su antihéroe no es gratuito. Sol Bueno, el mediador entre el protagonista y el Consejo Superior y cuyo oficio, por pertenecer a la “rama de los lógicos”, es saberlo todo y sacar conclusiones, explica que “nosotros los moscos somos los dueños absolutos del Universo y toda criatura en él debe pagarnos tributo de sangre que nos es necesaria para vivir” (94). Los animales han sido sometidos, pero los humanos no, dice Sol Bueno, e incluso han tenido batallas contra ellos (insecticidas, vacunas, etc.), pero recalca, “Nunca hemos sido derrotados” (94). Y esto es cierto: no ha existido en la historia de la humanidad un organismo más mortal para nuestra especie que el mosquito (véase Imagen 1) y, si atendemos las ideas de la eco-historia, también ha tenido una importancia sustancial en la  política, sociedad y economía del mundo, especialmente en América, donde su presencia abarcó casi todo el continente (véase Imagen 2). De hecho, explica Sol Bueno, los Consejos mundiales de dípteros están organizados y distribuidos por zonas geográficas que controlarán sus respectivas poblaciones humanas.

Para historiadores como J. R. McNeill, autor de Mosquito Empires: Ecology and War in the Greater Caribbean, y Charles C. Mann en su trilogía histórica sobre el llamado “intercambio colombino”, especialmente 1493, el mosquito fue una de las causas del comercio atlántico de esclavos en los siglos del colonialismo, del XVI al XIX. Atemorizados por las pandemias de malaria y fiebre amarilla, los colonizadores europeos vieron en los africanos y amerindios una herramienta desechable para trabajar las nuevas tierras americanas, en donde las pandemias cobraron miles de vidas. Como señala McNeill, en la región llamada “the Greater Caribbean” (véase mapa abajo), donde posiblemente comenzó la devastación ecológica que se ha mantenido constante hasta nuestros días, “los virus, los plasmodios, los mosquitos, los simios, los pantanos y asimismo los humanos” (2) determinaron la historia y la política de la región. Los colonizadores europeos, especialmente los españoles, con sus sistemas de producción agrícola alteraron para siempre el Gran Caribe, deforestaron grandes zonas, islas enteras como Barbados y Cuba, erosionaron los suelos e instauraron monocultivos que desestabilizaron los ecosistemas, haciendo de la zona una incubadora perfecta para el mosquito Aedes aegypti y el Anopheles quadrimaculatus, transmisores de las dos enfermedades, fiebre amarilla y malaria. Crearon, como dice McNeill, una “ecología criolla” (23) desde el Caribe, los estados orientales mexicanos, pasando por todo Centroamérica, Colombia, Venezuela hasta llegar a Chesapeake Bay, lugares en los que la extracción y explotación de recursos naturales fue implacable, y donde el mosquito fue uno de los agentes determinantes en la formación social y política de toda la región.

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Hay que clarar que esto en ningún sentido quiere decir que el mosquito haya sido la causa de la esclavitud, advierte Mann, pero sí reforzó los aciagos puntos que los comerciantes y dueños de esclavos esgrimían para justificar su existencia; en otras palabras, la malaria y fiebre amarilla fueron una herramienta más de la opresión que los europeos usaban para esclavizar a los africanos e indígenas americanos. Y no sólo eso: también fue un aparato de control político porque en algunos estados de México, por ejemplo en Chiapas, lugar de nuestra novela, los terratenientes eran los encargados de administrar las medicinas contra el virus, en este caso la quinina, la cual a veces mezclaban con bebidas alcohólicas para promover el alcoholismo, sobre todo entre hombres indígenas (este punto en la novela es muy claro). Los señores de las haciendas decidían a quién, cuándo y cómo repartir la quinina y, si acaso los indígenas se sublevaban, se les negaba. Como el antropólogo Andrew Newbold Adams señaló, “Es el control de un actor sobre el medio ambiente lo que constituye la base del poder social” (Malm 314), es decir, son las prácticas sobre ciertas formas de energía o de recursos naturales lo que constituye “una parte significativa del medio ambiente de otro actor”: un humano A es sometido por otro humano B debido al control, acceso y administración que B tiene de C, la naturaleza. Así, vemos que el medio ambiente, tal y como sucede hoy con el cambio climático que está afectando sobre todo a comunidades más precarias en países donde las corporaciones se instalan para explotar los recursos y la mano de obra barata, puede ser usado como una manera de subyugación de una raza o clase social. El mosquito, durante varios siglos, fue ese instrumento de control de un individuo A, llámese terrateniente, hacendado o colono, sobre otro individuo B, llámese este esclavo o campesino porque los mosquitos eran atraídos por el calor y el sudor de los cuerpos en movimiento cuando trabajaban en plantaciones (McNeill 48). También, el mosquito fue usado como una tecnología de guerra que ayudó en gran medida a los españoles a resguardar sus colonias de otros invasores europeos: como los españoles sobrevivientes ya habían desarrollado cierta resistencia, incluso inmunidad para la enfermedad, bastaba esperar un par de meses para que el mosquito hiciera el trabajo que los soldados no podían. En suma, concluye McNeill, “La fiebre amarilla tuvo un papel esencial en la defensa del Imperio Español” y en la perpetuación de la explotación dentro de las colonias (4).

No le hemos dado el crédito suficiente a los dípteros por su efecto en la formación de la historia humana porque, como comenta McNeill, “los mosquitos y los patógenos no dejaron memoria ni manifiestos” (7) de su existencia y propósitos. Ese manifiesto podría decirse que es Su nombre era Muerte de Bernal. En la novela los mosquitos son conscientes de ello cuando le cuentan su plan al protagonista. Básicamente, proponen disolver el orden humano del mundo, las clases sociales y las injusticias y sustituirlo con otra sociedad de control para el beneficio de todos los humanos, siempre y cuando cumplan con los tributos de sangre. A nuestro personaje principal le ofrecen el puesto de mediador, es decir el del hombre más poderoso, algo que le conviene y sopesa debido a sus ambiciones. Para lograrlo, los moscos saben que deben dar la batalla, por lo que detallan su minuta: primero una subyugación a través, precisamente, de las enfermedades transmitidas por ellos y que han usado con anterioridad como un experimento, entre ellas mencionan “el vomito negro, el paludismo o malaria, el mal del sueño, la oncocercosis y otras menores como la inflamación de la piel” (103). Después, matarán a millones de personas, especialmente a los ancianos para que no consuman recursos, y dejarán vivir a la población necesaria para que trabaje moderadamente y produzca azúcar y sangre. Instaurarán un sistema de control y vigilancia para sostener indefinidamente su régimen y reclutarán a algunos hombres para ayudarlos en la tarea. Trazan los mosquitos todo un programa colonial en el que incluso está contemplada la secularización de la civilización: no habrá más Dios. Esto, el protagonista les responde, y aquí surge el Bernal católico del sinarquismo, será lo más difícil de hacer debido a que, dice, “Nunca los hombres serán verdaderamente esclavos mientras crean en Dios. Él es el principio más firme de la libertad, y no es tan fácil como crees el quitarles esa creencia”. A lo que Sol Bueno le responde tranquilamente: “Todo se puede hacer” (126). Pero, dispuesto a no rendirse, el protagonista convence a la legión “proveedora”, la que alimenta a las élites mosqueriles, y a una legión de “guerreros” de que, si creían en Dios y si se unen a su plan para derrocar al Gran Consejo, podrían ser libres como los humanos o los demás animales (160) y además ser parte de la liberación de la humanidad entera. Al final, pierden la guerra contra el Gran Consejo, los confabuladores son eliminados y el protagonista es condenado a muerte.

Como vemos, el régimen mosqueril es muy similar al sistema colonial del siglo XVI al XIX que coincidió con el incipiente capitalismo y la esclavitud como modos de producción y en el que  la naturaleza, además de ser fin de la generación de riqueza, también es el medio de la opresión. Por esta razón es que Su nombre era Muerte debería considerarse precursora no formalmente de la ciencia ficción, sino de la clima-ficción si atendemos las palabras del influyente libro de Jason W. Moore, Capitalism in the Web of Life: “el capitalismo es más que un sistema ‘económico’, incluso más que un sistema social: el capitalismo es una forma de organizar la naturaleza” (78). Y la literatura latinoamericana puede interpretarse como uno de los grandes testimonios de la devastación planetaria acelerada por el capitalismo y la revolución industrial, lo que hoy día algunos historiadores ambientales llaman el Antropoceno (Bonneuil, Fessoz 4). La explotación estructural ha sido narrada por nuestros escritores, tal vez no desde una postura abierta y clara, pero sí intuitiva. A nosotros nos toca leer su obra con otros conceptos y otras perspectivas para dar una versión de la historia ya no en el tiempo, sino en el espacio, en un medio ambiente en el que humanos, animales, plantas y patógenos participan en la historia. Clima-ficción es el concepto que propongo para este tipo de literatura.

Bibliografía

Bergthaller, Hannes. “Cli-Fi and Petrofiction: Questioning Genre in the Anthropocene”. Amerikastudien, 2017, 62.1. 120-125.

Bernal, Rafael. Su nombre era muerte. México: Jus, 2015.

—–. Trópico. México: Jus, 2015.

—–. El complot mongol. México: Joaquín Mortiz, 2011.

Bonneuil, Christophe y Jean-Baptiste Fressoz. The Shock of the Anthropocene: The Earth, the History, and Us. Nueva York: Verso, 2017.

Crosby, Alfred. The Columbian Exchange: Biological and Cultural Consequences of 1492. Westport, CT: Praeger, 2003.

Malm, Andreas. Fossil Capital. The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming. Nueva York: Verso, 2016.

Mann, Charles C. 1493: Uncovering the New World Columbus Created. Nueva York: Vintage Books, 2011.

McNeill, J. R. Mosquito Empires: Ecology and War in the Greater Caribbean, 1620-1914. Nueva York: Cambridge UP, 2010.

Moore, Jason W. Capitalism in the Web of Life. Ecology and the Accumulation of Capital. Nueva York: Verso, 2015.


Texto leído en el XLII Congreso IILI en Bogotá, Colombia. Julio 12, 2018.